Costa de las Brumas
Caleb se detuvo en lo alto de la
colina y examinó el paisaje con gesto
crítico.
No estaba tan mal. La marea
empezaba a retirarse y probablemente pudiese atravesar la marisma sin más
problemas que el barro en las botas. Una vez en el bosquecillo, podría montar
un pequeño campamento e incluso pescar
algo de cena, para variar. Era posible que el agua borrara su rastro al subir
de nuevo, si es que sus perseguidores no llegaban antes.
Esa era toda la buena suerte que
podía esperar. Quedaban muchos días de camino antes de llegar a algún lugar
civilizado, bien pasadas las montañas, y las posibilidades de conseguir
alimentos serían escasas de allí en adelante. Eso por no hablar de las leyendas
sobre los moradores de las islas, claro. No es que él fuera supersticioso pero,
ya sabes, se escuchaban historias.
Caleb se ajustó la capa –la bruma
empezaba a filtrarse hacia los huesos- , arregló la manta del pequeño bulto
dormido que cargaba en brazos y, con un suspiro, comenzó el descenso.
(Ilustración de Esperanza Peinado)
(Ilustración de Esperanza Peinado)
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