Steampunk: La cazadora
Uno de los
perros se llama Pánico, y el otro Helsing. No sé cómo se llama ella, pero tiene
una puntería del infierno.
La
primera vez no le dimos importancia. Los de nuestra raza no nos apreciamos
demasiado, y el pueblo estaba demasiado tranquilo desde que los rumores
empezaron a circular. Unos cuantos supervivientes habían huido durante el día,
a menudo sin llevarse nada con ellos, y los pocos que quedaban eran viejos que
pintaban cruces en los cristales y al oscurecer se atrincheraban en sus casas,
así que ella era lo más parecido a un reto que teníamos hace meses. Baena, que ya
en vida era un tipo peligroso y no pensaba dejar que nadie lo olvidara después
de muerto, se echó a reír y salió a por ella con sus amigos (o lo más parecido
que hay entre nosotros: ¿Esbirros? ¿Cómplices?), amenazando a quien intentara
adelantársele. La noche siguiente regresó solo y sangraba: había pasado el día
enterrado en una zanja y aún así lanzaba alaridos con lo que pensaba hacerle,
las cosas que haría para vengarse, las horas que tardaría en morir.
Más
de la mitad se fue con él, pero otros ya intuíamos que había que salir de allí,
que no iba a regresar ninguno. A lo mejor, si los hubiéramos usado de
distracción, hubiésemos podido huir esa misma noche. Quizá ni aún así. La
tercera noche reunimos un par de vehículos y mantas para cubrir los cristales y
dejamos el pueblo como ratas, en silencio. Vimos la cabeza de Baena clavada en
el cartel de salida, y luego el conductor cayó muerto y nos salimos del camino.
Aún sonaron algunos tiros más, aunque los perros fueron lo peor.
No
sé si los que intentaron ir monte a través lo han conseguido. A mí ya me da
igual, he llegado hasta aquí y prefiero quedarme. Al menos he encontrado algo
de beber mientras la espero.
(Ilustración de Esperanza Peinado)
(Ilustración de Esperanza Peinado)
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